La fascinación por el doble, el otro que es igual que yo pero no es yo, ha acompañado al ser humano desde tiempos antiguos. Mitos tan remotos como el del héroe sumerio Gilgamesh (fechado en el 2.650 antes de nuestra era) y su “hermano” de arcilla Enkidu, enviado por los dioses para castigar la soberbia del rey, muestran que esa dualidad de la propia personalidad ha alimentado nuestra imaginación desde que comenzamos a preguntarnos sobre nuestra propia existencia. En la literatura, especialmente a partir del Romanticismo, el doble adquiere un papel protagónico en muchas obras: “El doctor Jeckill y Mr Hyde” (Robert Louis Stevenson), “El Doble” (Fiodor Dostoyevsky), “La sombra” (Hans Christian Andersen) o “El hombre duplicado” (José Saramago) son sólo algunos títulos clásicos de los cientos de ejemplos que han abordado el tema. Pero, ¿y si ese doble no fuera una figura literaria ni una proyección de la propia personalidad como sugieren las teorías psicológicas de Jung? ¿Y si realmente pudiéramos fabricarnos gracias a las nuevas tecnologías un doble capaz de interactuar con el mundo? Tan real, tan físico, que pudiera ser confundido con nosotros mismos. Hiroshi Ishiguro está convencido de que puede lograrlo.
Ishiguro es director del Laboratorio de Inteligencia Robótica en la Escuela de Ingeniería de la universidad de Osaka, y sus trabajos han alcanzado repercusión mundial gracias a su originalidad. Su proyecto más conocido, Geminoid, es un humanoide idéntico a su creador. Este Ishiguro de metal, silicona y plástico actúa como un avatar que captura la voz y los movimientos faciales del científico japonés. Un doble robótico, el sueño de muchos autores de ciencia ficción hecho realidad.
Sin embargo, a pesar del asombro que provoca el Geminoid, el campo de investigación de Ishiguro es mucho más ambicioso; no pretende quedarse en una capa meramente efectista. El científico japonés reconoce que ha desarrollado tal simbiosis con su creación que, en ocasiones, siente en su propio cuerpo las cosas que le ocurren a su robot aunque lo esté operando a miles de kilómetros de distancia. Es como si su cerebro comenzara a considerarlo una extensión de sí mismo; una sensación que le acerca a lo que realmente le interesa: “llegar a conocer qué entendemos por humano”.
Texto: José L. Álvarez Cedena
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